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Paralelismo asimétrico

RENÉ DELGADO

Con la mano en la cintura y sin mayor análisis se quiere establecer un paralelismo entre lo sucedido el miércoles pasado en Estados Unidos y lo que aquí pueda ocurrir a partir de junio.

El simplismo que tanto se reprueba en las decisiones y acciones del presidente López Obrador, es el mismo con que sus críticos y adversarios las denuestan o resisten. El uno y los otros se complementan y, así, animan la polarización que, en un descuido, puede desatar la violencia y empantanar la situación.

Uno quiere tirar el árbol, los otros que ni las hojas secas caigan o se muevan.

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Sí, da gusto ver al sátrapa de Donald Trump compungido, pero inquieta verlo impune. Instigar la toma por asalto de El Capitolio no fue una travesura. Así le resten tan sólo doce días en La Casa Blanca, si no es depuesto por su ruin actuación, la pusilanimidad cobrará cartas credenciales en la Unión Americana y la democracia no será reivindicada.

Más allá del abominable personaje y su próximo destino, lo sucedido en El Capitolio puso en evidencia dos cuestiones.

Uno. Desde hace años el sistema electoral estadounidense reclama una reforma, eludida por la élite política. A lo largo de este siglo, al menos en el 2000, 2004 y 2016, las elecciones no arrojaron el resultado democrático mayor de su ejercicio: el de la certeza. A la incertidumbre electoral no siguió la certeza política. A la impugnación hecha esta vez por el republicano, la antecedieron las formuladas por los demócratas.

La segunda. Hay un profundo malestar y descontento social con expresión xenofóbica y racial en ese país que, irresueltos, amparan el surgimiento de liderazgos como el de Trump que, en la polarización, encuentran su oportunidad, al tiempo de ahondar la división y, como visto en El Capitolio, pero antes en más de una ciudad estadounidense, abrir la puerta a la violencia.

Por eso, establecer un paralelismo entre lo sucedido allá y cuanto pueda ocurrir aquí es de una enorme superficialidad y simplismo, como también lo es pensar que con contener o frenar el liderazgo del actor principal sin nada proponer, la base social se esfuma o es pan comido.

Se anima una ilusión: sin López Obrador no hay lopezobradorismo ni malestar social. No, no es así.

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Acá la confrontación, la desigualdad, la polarización y la inseguridad, enmarcadas desde hace meses en el dolor, el luto y el desempleo provocados por la epidemia, son mucho más complejas y profundas. Aun así, el actor principal y el coro de inconformes, de modo imperdonable están dejando escapar la oportunidad de reformar -transformar es un verbo difícil de conjugar a partir de una elección y no de una revolución- el régimen político, el modelo económico y la pirámide social.

Tanto se han atrincherado y radicalizado en su respectiva postura que, al rebasar el extremo, han pasado a la impostura.

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En nombre del principio de la no intervención y la libre autodeterminación de los pueblos, el presidente de la República evade el compromiso con la democracia y la condena de la provocación de Donald Trump. Guarda silencio como momia, escudado en un principio a costa de sacrificar otro. Nomás faltó ofrecerle asilo a Trump en condominio con Julián Assange.

A esa falacia, agrega otra. La mejor política exterior es la interior, nomás que esta segunda no la practica porque, a su parecer, el mandato le da para emprender acciones sin la tediosa tarea de construir acuerdos o la aburrición de escuchar a sus propios colaboradores. Así, desarma con gran facilidad esta o aquella otra estructura, sin armar una mejor y distinta.

Aun cuando accedió al poder a partir de un movimiento, ahora el mandatario deja ver que, en su concepto, hacer historia no es un asunto plural, sino personal.

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Del otro lado, en arrojada defensa de los órganos autónomos, los críticos y adversarios de la administración eluden la necesidad de ajustar y remodelar estos.

Saben que muchos de esos institutos no han cumplido debidamente con su función o se han plegado a los intereses que deberían vigilar o regular, pero en su lógica es mejor dejarlos como están. Saben eso, como también que más de una de esas instituciones se ha convertido en modus vivendi u hogar de esos ciudadanos profesionales que han hecho oficio de circular de un órgano a otro, usarlos como trampolín para alcanzar prebendas o posiciones de su interés personal, político o profesional, o bien, convertirlos en patrimonio particular del grupo al cual pertenecen.

Defensa a ultranza que, curiosamente, encuentra justificación en la contraparte: la intención presidencial no de ajustarlos, sino de desaparecerlos y, así, quitarse un contrapeso de encima.

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De la radicalización y polarización de las posturas se ha hecho un concurso, donde campea el engaño como discurso y el estancamiento como práctica.

Bajo el supuesto propósito de consolidar la pretendida transformación, el partido en el poder echa mano de viejas prácticas para postular a candidatos impresentables o recién salidos de la abominable mafia del poder. En el contraste, la oposición resuelta a hacerse de la hegemonía política abre las puertas a los candidatos desechados por el partido en el poder.

Los partidos han hecho de la política, oficio de pepena; y del sentido del poder, una ambición sin respaldo en un proyecto. Dejan ver sin pudor cuán igualados son.

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Las ambulancias forman fila en espera del ingreso hospitalario del enfermo que trasladan, las carrozas fúnebres aguardan en hilera las actas de defunción para incinerar el cuerpo por el cual fueron contratados sus servicios y, a su vez, la clase política, el uno y los otros pierden tiempo y dejan escapar la oportunidad de darle perspectiva al país. No hay ningún paralelismo.

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